este espejo callado entre biseles,
estos leones que nos miran sin ser buenos ni malos
y ofrecen en sofás, repujados,
cuernos de una fortuna rebalsante de frutos
que nunca probaremos;
esta mesa rayada, huesosa por el uso,
llena de navidades que se lloran casi angélicamente,
todo esto, digo,
viene a mi corazón y lo enternece.
Lo pone blando. Se le entraña
y le asienta de golpe
la azulina memoria de la infancia.
Entonces yo camino mi lagrimeante sangre.
Reconstruyo esos días
como láminas de oro.
Cada niño era un astro dulcemente caído.
Aquel era un bejuco increíble y al aire
y éste un agua entre álamos
calcando un cielo viejo.
Era todo eso.
Y era también la madre.
(Un helecho recuerda todavía
cómo fueron de tenues sus caricias.
Un helecho de tul que vuelve desde el cielo
y nos crece sonoro entre pequeños ángeles
montados y volando sobre un cisne de greda en
la maceta).
Era la madre entonces.
La de los añonuevos.
La que nos venía a ver desde sus muebles
en los que había quedado adormecida
y por donde vagaban recordándose
las manos rosas de su casamiento.
Desde esos muebles hondos
las almendras con ella;
desde el júbilo largo, los yaravíes con ella,
las zambas airosas, con ella. Y más con ella
la glicina soltando sus crespones de olvido.
Por allí regresaba.
Salía de esa madera invisible y palpable
como una sombra dulce.
Un recuerdo carnoso, parecía.
Un regreso de luz aquerenciada, era.
Venía desde lejos entre espejos insomnes
con la suavidad de los cielos dormidos.
Salía desde sus muebles
igual que desde un bosque
labrado por volutas de pájaros.
Un viajero levísimo,
un viajero que nunca se nos fue, era ella.
Por eso es que sentimos que la vida
nos toca con sus manos todavía.
Manuel J. Castilla (del libro Los Poetas que cantan)
Comentarios